La Sevilla que ve nacer la Feria de Abril en 1847 es la misma Sevilla que abraza a los primeros ferrocarriles. Es la ciudad a la que llegan Antonio de Orlèans y su esposa, María Luisa Fernanda, duques de Montpensier, para acabar revolucionando sus costumbres. Aquella Sevilla es la de la nueva Semana Santa que encala las casas, instala palcos en la Plaza de San Francisco y enriquece a sus cofradías con mantos y palios bordados en los talleres de las hermanas Antúnez, donde entró de aprendiz un tal Juan Manuel Rodríguez Ojeda. Es la Sevilla de los primeros caminos de Triana al Rocío, la que rima las leyendas de Bécquer, la de los café cantantes y el flamenco orillado en el arrabal trianero.
El XIX es el siglo en el que Sevilla se reinventó y asentó los puntales de los rasgos que definirían su personalidad extrovertida y apasionada. La celebración de la Semana Santa, por un lado, con la suntuosidad de sus nuevas procesiones, y la Feria de Sevilla. Una feria nacida con una profunda vocación comercial de compra y venta de ganado pero que no tardaría en adquirir aires festivos cuando tocaba celebrar los tratos que allí se cerraban.
De ahí las casetas y la aparición de todo tipo de elementos propios de la fiesta como los bailes, la gastronomía, la música… Aquellas escenas que se convirtieron en llamativas estampas del costumbrismo autóctono no tardaron en ser trasladadas a los lienzos por parte de los pintores extranjeros y locales.
VALIENTES Y TIBIOS
“Dejemos en el camino, personas y privilegios a favor de vivir más cercanos de nuestra verdad más verdadera”