Por Carmen Lomana
La Semana Santa es tan diversa como personas hay en el mundo. La Semana Santa de puertas para adentro de las casas es una en la que la sociedad sevillana demuestra que sabe recibir y se entrega. Los balcones se abren de par en par para recibir el espectáculo plástico que es esta Semana de Pasión. Otra Semana Santa es la de la calle. Sevilla se echa a la calle para vivirla a pie. Apoyados en una esquina o sentados en un bordillo se aguardan horas y discurren conversaciones y anécdotas para ver el paso del cortejo de nazarenos que anuncian la llegada del Cristo o la Virgen de cada cofradía. Esta es una Semana Santa muy pura. Gentes de todas las clases unidas por la fe y la tradición de un Pueblo que custodia con mucho mimo la esencia que se transmite y se transmitirá de padres a hijos. La Semana Santa desde fuera de espectador o la que «cangrejea» para no perderle la mirada a las imágenes que triunfantes procesionan por una ciudad convertida en un gran escenario artístico, religioso, popular y clásico. Una experiencia humana que a nadie deja indiferente y donde los cinco sentidos juegan su papel y su protagonismo. La Semana Santa es sonido de cornetas y tambores, de agrupaciones musicales, pero también es murmullo de un gentío contagiado de la magia que en ciudades como Sevilla emanan a propios y forasteros. La Semana Santa es olor a claveles, nardos y azahar, a veces es olor a lluvia que rara vez falta a su cita con ella… La Semana Santa de los bares y su tapeo. La Semana Santa es una saeta en la penumbra de una callejuela como la oración más sublime del Pueblo a Dios y a su Santísima Madre. La Semana Santa es de ruán pero también es de capa. La Semana Santa es silencio pero también es aplauso. La Semana Santa es el despertar de la ciudad del letargo del invierno. Es ese momento en el que Sevilla se muestra desnuda, en estado puro donde la fe, la tradición y el Pueblo se unen sin condiciones.