“El paso de peatones es hoy día una muestra de esta sociedad con altísimo sentido del derecho y bajo del agrado”
Vivimos tiempos de locos. Sí, no le sonará a nuevo, pero es que estamos majaras perdidos. Un ejemplo de ello es la manera de tirarnos en plancha a los pasos de peatones. Cuando vamos conduciendo, el peatón o “peatona”, al vernos aproximarnos al alistado blanco, apresura el paso por no perder la ocasión de ejercer el derecho de la prioridad, cueste lo que cueste. Es una cosa casi enfermiza, sin sentido. Si en ese ejercicio empoderado del peatón sobre el coche podemos perder la vida, habrá merecido la pena. Párese a observarlo. El paso de peatones es hoy día una muestra de esta sociedad con altísimo sentido del derecho y bajo del agrado.
¿Egoísta yo? ¡Una «eme» pa mí! Lejos de pensar que el continuar el paso que llevábamos como peatones nos permite no acelerar, cosa que el corazón y el karma agradecen, pudiendo cruzar sin sobresaltos, y facilitar al vehículo que se cruza su paso sin detenerse, atemperamos el caminar sin perder ocasión para ejercer esa supremacía que nos da la condición de peatón. Siempre pienso en mi padre cuando alcanzo un paso de cebra, porque siempre ha dicho que el que manda o la que manda en su vida, en su casa, suele pasar queriendo entorpecer lo mínimo posible. No necesita ese minuto de gloria para sentirse importante. El que o la que cruza recreándose en su paso de orilla a orilla de un semáforo a otro lo hace porque necesita esa importancia, aunque sea por unos segundos y por el mero hecho de ser peatón o “peatona” de paso. Algo parecido ocurre con el carril bici o cuando se abre un semáforo al tráfico y el que va justo detrás pita como si estuviera conectado su claxon al semáforo cuando se activa la luz verde a la velocidad de un rayo. Es una especie de esquizofrenia vial que no es más que una traducción de la histeria colectiva en la que vivimos crispados por el orín de un gato. Si tiene uno la osadía de pasear por la Avenida de la Constitución, comprobará como rápidamente será increpado por el ciclista que ejerce su prioridad en su pedacito de suelo rodado que pisamos sin intención o, cuanto menos, nos dedicará la mirada de displicencia cual inquisidor urbano en su perdón excepcional por franquear su territorio personal e intransferible. Observe la caja del supermercado, cuando sólo llevamos un frasco de pimienta molida y delante, con tan mala fortuna, nos aguarda una hilera de rebosantes carros, con apariencia de diligencia del XIX pero metálica, cargada hasta los mochos. Cuando intente insinuar la venia de paso con una sencilla sonrisa y el postulante a pasar por delante, por estricto y riguroso orden de llegada, mira hacia otro lado esperando a ser consultado con su gracia y permiso de paso. ¡Qué disparate! Suba al ascensor y pruebe a no dar los buenos días o las buenas tardes. Vivirá el nihilismo acostumbrado de los extraños que conviven a unos metros de un mismo edificio. El vecino de hoy apresura a localizar las llaves para evitar el gasto en palabras en lo que dura el ascensor y, una vez enfilada la llave principal, como arma en el primer saludo de esgrima, mira al suelo hasta el estudio profundo del mismo sin tener necesidad de pronunciar absolutamente nada. Si comparte planta, hasta pega un leve pingo como potro cerrero para acelerar el trámite de desaparecer. Ya no hablamos de ayudar a un vecino cargado con bolsas en el último tramo hacia el portal. Eso sería de astronauta para los días de hoy. Recuerdo a mis vecinas de mi niñez, que eran familia. Cuando moría un vecino no se encendía le televisión en casa. Si se casaba una niña del edificio, bajaban las vecinas peinadas de peluquería, porque estaban convidadas a la ceremonia y convite, que es más sevillano que banquete, para darle un repaso al suelo y luciera impoluto cuando pasara impecable la novia camino del sí más definitivo de su vida. Vivimos malos días para el agrado y en este punto no tengo más remedio que acordarme de mi admirado Pepe Cobo, su consejo más jugoso: “More Sweet”/“Más dulce”. Lo dice uno de los últimos caballeros de Sevilla que, a pesar de ser un gurú del arte moderno, es un romántico decimonónico en medio de un mundo vulgar, permisivo y agrio. Esa armonía y dulzura que profesa y proyecta el amigo Pepe Cobo deberíamos respirarlo, por si a través de los pulmones de nuestra actitud nos oxigena este mundo que nos está quedando tan poco estético. Así que, peatones y “peatonas”: “More Sweet”.