FIRMA INVITADA
En un tiempo en el que está de rigurosa actualidad la ecología y el cuidado del planeta, nos hemos olvidado de una parte fundamental en este aspecto. Nos hemos olvidado del brazo ejecutor de este cuidado, del interruptor que hace funcionar la maquinaria que puede permitir el mantenimiento y bienestar del medio que nos rodea. Nos hemos olvidado, por desgracia y para pesar de quien escribe estas líneas, de las personas. Hemos permitido como individuos y como sociedad que la dimensión personal pase a un segundo plano. Hemos desprestigiado por completo lo que supone el aspecto de la personalidad para la vida y cuidado del mundo.
Vivimos en un mundo y en una sociedad en los que prima el “contra quién”, el ser de los unos o de los otros sin detenernos en el término medio que, según Aristóteles, es el que otorga la virtud. La vida no debiera ser otra cosa que la reafirmación constante de nosotros mismos, de nuestra personalidad, entendiendo personalidad como la capacidad que nos permite ser quienes somos, ser, en definitiva, personas. Eso es lo que nos distingue de los animales, la personalidad, y, la falta de ella, es lo que nos acerca a nuestros instintos más primarios y, quizá y en cierta manera, repulsivos. Vivimos en la época de la ecología, es cierto, pero también vivimos en una época de guerras, de enfrentamientos y de necesitar constantemente reafirmar los derechos humanos porque estos corran más riesgo que nunca. Los derechos humanos pasan por, primero de todo, mirarnos como personas, mirar y admirar la personalidad, la personalidad personal de cada uno. Mirar y admirar nuestra humanidad, lo que nos hace distintos al resto de criaturas del planeta.
De ninguna manera podrá el hombre llevar a cabo lo que hoy se denomina “transición ecológica” si no asume su humanidad y, desde luego, la de sus congéneres. Asumir esto implica obviar el hecho de que las personas sean catalogadas, etiquetadas por un número, una nómina, una nota, un contrato. Hay que reciclar, sí, pero reciclar ciertas actitudes que nos alejan de la cercanía hacia quien es igual a nosotros, con sus diferencias, pero igual. Reciclar miradas, palabras, gestos. De la misma manera que se desechan productos o materiales tóxicos por considerarse nocivos para el medio ambiente, deberían considerarse también nocivas para la persona ciertas actitudes o tratos.
La persona importa, en toda su complejidad. Importa cada persona, lo que siente, a lo que aspira, lo que le rodea. No se puede cuidar un ecosistema o velar por el bienestar ecológico de nuestro planeta si no se contempla, también, dentro de ese “saco ecológico” la personalidad y humanidad de quienes deben ser ejecutores del cuidado del medio. Decía el Papa Francisco hace unos meses: “un hombre solo puede mirar a otro por encima del hombro cuando le tiende la mano para levantarle”.
Y lleva razón, nuestra primera responsabilidad ecológica debe ser cuidar al ser humano como parte de esa creación mayor que ha de ser mantenida en perfectas condiciones. En el tiempo en el que vivimos, hemos de defender a capa y espada que cada uno cuenta, que todos vamos dentro de un mismo barco y que hemos de respetar el cuidado de la dimensión humana del hombre, solo así podremos extenderlo a una dimensión mucho más amplia como es el mundo. Entendiendo, cuidando y valorando la complejidad y profundidad de la naturaleza humana podremos entender la naturaleza en general. Solo cuidando la humanidad en su totalidad y por igual podremos entender que el ser humano no está separado del mundo y de la naturaleza, sino que forma parte, siendo incluso eslabón fundamental dentro de ella.
Solo partiendo de una ecología personal, de la personalidad, del hombre, podremos ser perfectos ejecutores de una ecología para el planeta.
Texto: Enrique Galán Gómez
Ilustración: «Bendita Jarana» es de Ama Herrero