15 Abr, 2025 | Blog

No sé bien cuando nació la Saeta. Sé que tampoco os quita el sueño. Como las coplas que canta el pueblo, un día dejó de ser objeto de orfebres metódicos para ser dominio de todos, desde cualquier balcón o desde los interiores misteriosos que esconde una garganta dolorida. Puede que fuera Enrique el Mellizo, como dicen que hacía en el gaditano Barrio de Santa María, el primero en transformarla (porque los cantes no nacen, se transforman); Mellizo, como sabe todo el mundo, vivía cerca de un convento en el que aprendió cante gregoriano, y por ahí se podría tirar del hilo. Puede que también anduviera Manuel Centeno en la génesis, o puede que la consagrara Manuel Vallejo, o que la encumbrara Manolo Caracol, o La Niña de la Alfalfa, o Manuel Torre, o Chacón (aquél de “como reluce, como reluce, la calle da Alcalá, cuando suben y bajan los andaluces”) o Antonio Mairena. Puede. Puede que naciera de la necesidad de un flamenco de hablar con Dios. Pero yo solo sé de las saetas que me han herido como flecha que son. Solo sé de las
saetas que consagran, por martinete, por seguiriya, por soleá, la expresión de una Andalucía sagrada que por primavera saca a Dios a cuerpo a robar corazones desperdigados por las calles de Granada, que hoy me acoge como tantas veces, entre el humo del incienso temprano y sabor de la fruta tardía.

La saeta flamenca, que es en si misma una oración, puede, pues, que no nazca por un solo creador o por la llama de una noche de duende, puede que sea consecuencia de una evolución lenta y cadenciosa que consiste en añadir tercios flamencos a la saeta antigua y hacer, como es propio de nuestra tierra andaluza, una vehemencia más de nuestra expresión. Cautiva, duele, seduce, pone en pie la sangre sagrada de cada uno de nosotros, y cuando asoma su sonido en las fechas que
redundan la cuaresma, nos viste el corazón de vísperas. Si un flamenco hay veces que canta no para complacer, sino para hacer sufrir, convengamos que artistas como los que esta noche nos acompañan, lanzan anclas sin florituras que hacen temblar la noche, cantes que saltan de la tierra al cielo y que ablandan corazones con su punta inevitablemente afilada.

Nuestros sentidos ya están en alerta porque los cofrades sabemos que algo va a pasar. Seamos quienes seamos y como seamos: gente muy distinta que tiene algo en común. Los cofrades somos una forma de vinculo de sangre. Una unión quien trasciende a los genes y a los guisantes de Mendel y a los úteros y a las crianzas. Algo que trasciende a las generaciones, y a las modas, y a los avatares, y a los intereses locales o temporales. La Semana Santa es un dolor y una alegría, un bosque de ramas entrelazadas, un quehacer de cuaresma, una misa de domingo, una función Principal, unos vasos en el patio, un Cabildo encendido, un manojo de nervios la tarde de un martes de primavera, la limpieza de la plata, una caminata por Sevilla, la caridad silenciosa con los que cuentan las horas de la pena, la liturgia del abrazo, la evangelización popular, la estampida de la Fe, una sábana lanzada encima de un pobre que duerme, lo perdido en la memoria y lo encontrado al despertar, el cobijo en esos años en los que nunca deja de llover, el diálogo de la vida y la muerte, la soledad y el gentío, el olor de sacristía, pero también de tabernas, es un sol ardiendo en la nieve del tiempo, un río de escritura creciendo sobre la piel, es la noche que atraviesas y el día que no llega, la mano que la semilla siembra, el polvo de las celebraciones que llena las calles, es el tambor nuestro de cada pena…

Es el tiempo de aquellos que se han sucedido en el rezo, de los que han buscado la mirada humillada del hijo De Dios prendido, el cristal purísimo de sus ojos abatidos, el fatigado caminar de quien va derecho hacia la muerte en la Cruz, el elixir de su sombra en tardes de penitencia, en anocheceres amortajados que van pasando como las cuentas de un rosario cansado. De aquellos que nadan hasta la orilla movediza donde cabalgan los caballos del castigo, de aquellos que beben los jarabes amargos del desaliento y de aquellos otros que perdieron la cuenta de las veces que les abandonaron. De aquellos que siguen andando lentamente en la memoria temblorosa, los que no tienen más jardín que los barcos lejanos, los que vienen con un cuerpo que ya no es el suyo, los que siempre son cubiertos por una permanente niebla de invierno, los que siguen detenidos en la raya del amor oscuro que nunca fue y los que tragan su tristeza como un pez muerto nadando en su garganta.

Ese es el tiempo que comienza y esa gente la que lo protagoniza al compás de una saeta lejana, la que escucha mientras mira a su dolorosa o a su cristo o la que escucha debajo de un antifaz. Quien sabe, por cierto, lo que hay bajo un antifaz, lo que lleva a esa persona a estar ahí, en soledad entre la muchedumbre, hablando consigo mismo, recordando, rezando, mirando a quienes le miran escrutando su identidad. El nazareno es una incógnita anónima, como anónimas son sus emociones, desde que a media tarde saluda al sol en el marco de la puerta de la Iglesia, hasta que llega la noche, como un inmenso párpado caído perforado de estrellas y trompetas.

Y la de cosas que les han pasado a los saeteros. Pasos que van a toda prisa, pasos que no paran, capataces que no están por la labor. Y así. Al celebérrimo cantaor e inolvidable amigo Naranjito de Triana, voz dulce y sabia, poseedor de una elegancia inimitable, le ocurrió algo como lo descrito. Estaba en la calle Sierpes, a la espera del Gran Poder, en un balcón, dispuesto a ofrendarle una de sus memorables creaciones. Se veían venir los ciriales que anteceden al Señor, y Naranjito comenzó a templarse esperando arriara el paso, pero el paso no arrió por la razón que fuera -seguramente ir con mucho retraso por la carrera oficial- y Naranjito, José Sánchez Bernal, siguió cantando asomado al balcón con el cuello girado mientras no le saludaba ni el preste. Cuando concluyó la saeta, el Señor debía estar entrando en la Catedral o así. Aquello no pasó inadvertido en la pequeña Sevilla de entonces, tanto que, al día siguiente, muy en la guasa sevillana, más de uno le espetó: “me he enterado que ayer le cantaste una saeta muy bonita al Gran Poder…” A lo que él contestaba lleno de gracia: “no, yo se la he cantado a Mariano Haro” Para los más jóvenes, Mariano Haro era un gran fondista de los 60 y 70. Esto me lo contaba mi olvidado Antonio Garmendia, cronista lleno de gracia a pesar del malaje que algunos querían ver en él y que él, todo hay que decirlo, cultivaba con picardía. Antonio, con sus largas barbas, tenía cara de anuncio de vino moscatel, como él mismo decía, y era de una bondad incuestionable. Y muy llorón. Era difícil no verle llorar a mares ante El Paso de una cofradía que le emocionara, que eran casi todas. Siempre gustaba de decirme: “Carlos, sobrino, que bien de mal me lo estoy pasando”. En un viaje que hicimos a Manhattan, viéndole observar los interminables rascacielos de la ciudad, uno tras otro, acristalados de arriba a abajo, le pregunté por la reflexión que seguro estaba haciendo. Apostilló lapidario: “Sobrino, que difícil es cantar una saeta en Nueva York”
Saldremos a las calles en pocos días, tarde, noche y madrugada a echar un rato con Dios mientras suena alguna de las saetas de hoy. Son días que dan luz hasta incluso en esas horas en las que se apagan todas las lámparas, esas horas en las que aseamos las viejas sábanas de luz en el ventanal de la vida. Salgo un año más a la calle en busca del Señor y de su Madre para entablar con ellos la vieja conversación de siempre, esa que se establece en la cámara de seguridad de cada individuo cuando se encuentra cara a cara ante el Dios en el que cree. Acopio de medias tardes atadas a la sangre.

El potro fatigado de la Historia nos cabalga sobre los hombros. Andalucía nos trae desde la noche, a quienes escribimos su micro relato permanente, el ansia de verla amanecer, como si fuera una dama estrenando a diario piezas de su joyero. A punto está de ponernos una cuaresma entre los labios, la cadencia de una marcha en la memoria y algunas voces claveteadas en el aire de la calle.

Lo sabemos de memoria, pero lo vivimos siempre como si fuera la primera vez, como los niños que éramos, o los que tuvimos, que siempre queríamos escuchar el mismo cuento de los labios de nuestras madres, y cada vez que ellas deletreaban la historia, creíamos asistir de nuevo al milagro de la frases y las fresas.

El alma de Andalucía, traducida en territorio de la Gloria cuando llega Semana Santa: otra muestra del modo de excelencia que supone vivir en Andalucía. Si en mi trabajo como humilde prescriptor de información y opinión he dedicado tiempo a algo es a transmitir desde Andalucía para toda España el mensaje desfacedor de tontunas que permanecen como una losa sobre la imagen de nuestra comunidad. A otras les pasa lo mismo, la verdad. Ni aquí estamos prendiéndonos limones en el sombrero a cada minuto, ni vamos a caballo al médico, ni paralizamos la comunidad a la hora de la siesta. Pero sí es cierto que afrontamos la tragedia con horas de sol y sabiduría escénica, es decir, no escenificamos la muerte de Cristo como un drama tétrico porque en el Sur, a diferencia de otros lugares, sabemos que el Domingo resucita, y eso da mucha tranquilidad. Hay lugares que no lo saben y se llevan un disgusto tremendo. Nosotros, desde la expresión más sublime de amor por el Hijo De Dios y su santísima Madre, vivimos con la alegría anticipada de la Resurrección desde el mismo Viernes de Dolores.

Texto: Carlos Herrera

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