12 Jun, 2023 | cartas del director

“El mayor patrimonio de la ciudad es su gente y su forma de vida que ahora se empeñan en aniquilar”

Ni Sevilla para los sevillanos, ni el parque temático desnaturalizado en el que se está empezando a parecer nuestra ciudad. Entre los primeros recuerdos de mi niñez está el mostrador de madera de El Rinconcillo donde me sentaba mi padre mientras se tomaba un coronel y yo un zumo de melocotón con un poquito de queso, jamón o mi tortilla favorita, a taquitos, buque insignia del centenario establecimiento. Recuerdo jugar con el serrín del suelo de Vizcaíno, salpicado de altramuces, mientras correteaba entre los mayores que entraban sin parar por la cristalera que da a la Plaza de los Carros. Mi adolescencia es un vermú en Casa Morales, tras ver pasar la procesión del Corpus, el montadito de melva con morrón de La Fresquita y su helada rubia en cristal fino. Cuando llegaba el verano, mis paseos en Vespa siempre fueron para comer caracoles en El Tremendo de Pío XII, El Remesal en calle Pureza o en Casa Ruperto sus pajaritos fritos. El trozo de salado bacalao en servilleta semitransparente, las aceitunas gordales y la copa de manzanilla en bares de mostrador de los 60-70 con fotos de cristos y vírgenes dolorosas, junto al cuadro del escudo del Sevilla o del Betis o las fotos de un torero, normalmente Curro, o de un Simpecado del Rocío forma parte del paisaje de mi vida y de la de generaciones de sevillanos. Tanto como la frutería con el San Pancracio, los cinco duros del agujero en el dedo hacia la puerta, su matita de hierbabuena, la lotería de navidad desde septiembre y las Marías comiendo picotas mientras le despachan. Esta Sevilla es en la que he nacido y he crecido. Una ciudad que vive en la calle, en los veladores del Tardón, de Triana, de la Ronda y su Segunda Ronda, de San Lorenzo, desde El Sardinero hasta Cortijo de las Casillas, en el sevillano Pino Montano, lleno de bares o las noches de verano del Porvenir, siempre vivo y alegre, o de Heliópolis. Sevilla y el sevillano se han pasado los años gastando los días y las noches, sí las noches, hasta tarde, porque no era un drama, ni un delito a perseguir. Mientras unos vecinos apuraban la penúltima abajo en el velador, aprovechando la buena temperatura, otros se quedaban dormidos escuchando hablar de cofradías o de fútbol desde sus pisos con las ventanas y balcones abiertos para que entrara el fresquito. Hoy vivo en una ciudad que camina hacia la despersonalización. El mayor monumento de Sevilla no es su imponente catedral, la mayor del mundo construida hasta ese momento, ni la replicada y reproducida hasta la saciedad Giralda. El mayor patrimonio de la ciudad es su gente y su forma de vida que ahora se empeñan en aniquilar. Hoy comer sin reservar es imposible, incluso en las tascas de siempre. Hay colas y reservas para todo con camareros con caras desencajadas siempre. Abogo por la tapa. “¡Lo siento, sólo por raciones”… Miro hacia atrás y recuerdo con anhelo la espontaneidad de la Sevilla de mis abuelos y de mis padres, esa ciudad de los barrios celebrando hasta las tantas en vecindario las velás y las cruces de mayo, aquellas en las que mis hermanas se vestían de gitana para participar en el concurso de vecinos de sevillanas, mientras mis amigos y yo nos proponíamos unir a puntillas y martillos los palés del supermercado para montar nuestro propio paso, que días después sacaríamos por el barrio. Hoy me parece una estampa costumbrista y de esto hace muy pocos años. Yo lo viví. No me lo ha contado nadie. La persecución constante a las cervecerías míticas de la ciudad son un atentado contra nuestra ciudad y su patrimonio. Eso es Sevilla. Sevilla es tomarse una tapa en un barril de cerveza, sobre una mesa compartida por dos reuniones que no se conocen, ni lo han programado, o sobre una caja que no cabría en el almacén de turno. Sevilla es hablar en julio del próximo Rocío con unos caracoles, ensaladilla o tapa de pollo frito. Sevilla no es “a las once cerramos cocina”. Sevilla no es “no servimos cerveza” si usted no está sentado en una mesa. Sevilla no es una cola que de la vuelta a la calle para comerse una pavía de bacalao, como tampoco es el cementerio en el que se ha convertido el centro cada día entre semana, donde tomarse una cerveza a partir de las once de la noche es una verdadera locura u osadía, contaminados de los horarios europeos nórdicos que nada tiene que ver con la vida de esta ciudad. Ahora se llega a los bares y restaurantes con temor, miedo y con un conocimiento de normas y limitaciones que invitan a hacer vida en casa. Si esta es la Sevilla en la que estamos derivando, debo decir que más que indignación, me da rabia, pero rabia de pena. Yo he vivido en una ciudad más amable. Los que nos afanamos en mantener ese estilo de vida que vi en mi padre, en el Mudo de la calle Palacios Malaver, El Traga, El Guajiro o El Punto, desde que mi memoria alcanza y en mi abuelo Antonio, con su tintito convidándose en la peña, sin prisas, con sus amigos, somos unos bichos raros. Hasta el punto que amigos míos que han crecido en esa escuela de vida que es la calle me ven ya como excepción. Eso es grave y es triste. De aquí a nada los sevillanos que nos resistimos a dejarnos llevar por esa corriente globalizada, sin sal ninguna, que nos quiere igualar con el estilo de vida del alemán o del inglés, seremos vistos como las tribus expuestas en Tailandia, como los hombres y mujeres de las aldeas perdidas en las alturas del Perú. Los sevillanos que sentimos y vivimos en esta nostalgia estamos cogiendo apariencia de Lince Ibérico, en peligro de extinción. Eso es tela de triste. El alcalde de la ciudad debe ponérselo en el “debe” de su hoja de ruta, como la restauración de la iglesia de San Hermenegildo, de alerta por atentado a nuestro patrimonio más preciado, aunque sea intangible.

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