«Sevilla no perdona el color»
El Sol joven y fuerte nos invita cada mañana a celebrar un nuevo día. En ese sentimiento de gratitud, por el regalo de la vida con el que Dios nos premia, tenemos el compromiso de estar a la altura de las circunstancias. El nuevo día nos brinda la oportunidad de escribir un nuevo capítulo en nuestra vida y ahí, en ese mismo instante, debemos optar por uno de los dos caminos para estar a la altura. A la altura de lo que la sociedad para ser aceptados nos impone o a la altura de nuestras inquietudes, ilusiones, aspiraciones, metas y aprendizaje que nos pida el cuerpo y nuestra actitud a riesgo de convertirnos en un indio en París, un chino en un zapato de la mediocridad o el color en medio de la paleta de grises que desentona. En la teoría, sólo en la teoría al parecer, ser libre es uno de los mayores lujos aceptados que puede darse un hombre, aunque paradójicamente sea de fábrica en la condición con la que en esencia nacemos. Nacemos desnudos, libres, y al tomar contacto con la sociedad nos vamos dejando amoldar para ser aceptados. La aceptación es el eterno anhelo del ser humano, animal gregario, tribal que necesita ese sentimiento de pertenencia para poder sobrevivir en la jungla que es la vida. Si eso lo llevamos a la ciudad pueblo o, como me gusta definirla desde mi amor absoluto hacia Sevilla, al pueblo más grande de España, su grado de concentración llega a ser de alto índice de saturación, que va calando por las rendijas del alma hasta llegar al punto en el que no sabemos cuando empieza nuestro verdadero “yo» y cuando el “yo” que la sociedad ha hecho con nosotros, de nosotros, como pequeños seres de barro, vulnerables, permeables, frágiles. Los grandes padres del pensamiento han teorizado a lo largo de los siglos sobre esto de manera científica y de forma exhaustiva, pero pararon poco por Sevilla. Les hubiera dado para versiones a la medida “Made in Seville”. Esta ciudad de poetas y artistas es la ciudad del gris marengo. Hace años, hice un acto para una marca de bebida espirituosa que me encargaba la presentación a nivel mundial de la edición “Sevilla” de la misma. Gastó un importante capital para lograr saber, con estudiosos de la cromatología, cuál era el color de Sevilla. Concluyeron con que el color de Sevilla era el naranja. Mis admirados amigos Rafael y Antonio de “Los del Río” hicieron para aquella presentación en el histórico Hotel Alfonso XIII una versión del internacional tema “Sevilla tiene un color especial”, colando el naranja en la letra de la por todos conocida canción. Aunque ejercí de maestro de ceremonias de aquella acción publicitaria, debo decir que nunca acepté que fuese el naranja el color de la ciudad que me parió y me encandiló y enamoró desde que mi mente ni alcanza con su excelsa belleza. Sevilla me tiene entregado en cuerpo y alma y me tendrá en sus filas hasta el último día de mi vida. Eso no exime a la ciudad de mis mayores de ser objeto de crítica por ser propensa al gris de forma inexcusable. Sevilla no perdona el color y eso que no hay ciudad con más letras, ni más hermosas,dedicadas a sus jardines y sus dalias. Sevilla es la ciudad del gris. Destacar es pecado capital. Este mes le dedico mi carta a la pena capital sevillana que cae sobre todo aquel que ose a despuntar. La medriocridad lidera y mangonea esta ciudad con mentalidad de portera y de ahí que no salgamos del sota, del caballo y del rey, por más potencial que tengamos. Siempre he dicho que preferí en su momento ser jefe de mi tribu a senador en Roma y por eso decidí vivir en Sevilla para empapar mi día a día de los encantos de esta madre, a veces madrastra, que no perdona al hijo pródigo. Para triunfar en esta ciudad hay que querer ver los toros desde la barrera, mirar la vida a través de la mirilla de vecindona y ver venir los trenes desde la segunda posición. Ir a pecho descubierto y con mosquetón en alto a lo legionario en África es de inconsciente grave. Otorgarse ese lujo hasta el punto de ser uno mismo tiene unos peajes en esta ciudad de toreros y cofradías que llegan a costar rejonazos y estoconazos, que derrama la sangre hasta la pezuña. Las peores estocadas la de los propios. Mi carta es un reconocimiento a todos esos pares sueltos, versos libres y grandes incomprendidos que han sido mártires locales desde que Sevilla es Sevilla y a los que se han encargado de amputar para no dejar al foro hispalense cainita en evidencia. Salvar el todos por encima de la individualidad que enriquece y nutre a toda sociedad. Ya lo decía Julio Iglesias con “Vuela alto”. Lo entendió hasta elegir Miami para vivir o para que lo dejaran vivir, mejor dicho. Esta carta requiere dos lecturas. Una de perfil, indolora, que evita la alusión al lector. La otra… La otra para llevarla a cabo y asumirla en extracto hay que tenerlos como “El Espartero”, que también era de Sevilla. Murió de una cornada.