Pido la paz y la palabra, diría Blas de Otero. Parece que hoy, cuando hablas, la primera se va al traste. Lo tenemos tan asumido que resulta increíble plantearse lo contrario. Pero lo que de verdad debemos pensar es si es realmente justo asumirlo.
Por muy absurdo que parezca (que lo es) hemos conseguido reducir la palabra y la Palabra a lo más burdo, basto, chabacano y solo dispuesta a regalarle el oído al ‘vulgo indocto y la borreguil manada’. Hemos reducido la palabra a un instrumento para catalogar, y catalogar negativamente, a las personas, los unos a los otros, y lo hemos trasladado a todos los niveles de la sociedad, a absolutamente todos. Siempre, de una forma u otra, ha existido la censura y, muy a nuestro pesar, siempre existirá. Si bien es cierto que esto es inevitable y que de un tiempo a esta parte ha sido causa de muchos conflictos y arma de doble filo de la totalidad de los regímenes que han ido gobernando las naciones a lo largo de la historia de la humanidad, hoy la censura resulta abusiva y resulta abusiva porque no es ni planificada, ni estructurada, ni dirigida.
Haciendo memoria y mirando un poco hacia atrás , cuando la censura era dirigida (o por lo menos en España), cabía la posibilidad de saltarla, esquivarla, rodearla o, por lo menos, tomarle el pelo. La generación de nuestros padres y abuelos seguro que recuerdan numerosas obras literarias, películas o canciones que o bien eludían la censura o que, en el caso de tener que ser retocadas, todo el mundo sabía que la versión auténtica no era esa. Pero las obras salían, y no pasaba nada, circulaban, en el peor de los casos lo hacían en la clandestinidad y punto.
oy en día, la situación es mucho peor que todo eso. Hoy empezamos, desde un momento no muy lejano, a despreciar la voz de los que tienen mucha más experiencia que nosotros y los que más podían enseñarnos, “matando al padre” de una manera de lo más absurda. Cuando todo el mundo ha tenido eso en mente, hemos optado por tomarnos la licencia de censurarnos los unos a los otros y de decidir, según nuestro propio criterio y a gusto del consumidor, qué es lo correcto o incorrecto; hemos caído en forzar a todo el mundo a pasar por unos filtros desmedidos que no se sostienen: o eres sevillista o bético, hombre o mujer, de izquierdas o de derechas (llegando a facha o rojo), ateo o creyente, de jamón o de queso, de vino o de cerveza…
Ni siquiera podemos “circular en la clandestinidad”, siempre habrá una mirada, un comentario, alguien, al menos uno, a quien le moleste simplemente nuestra presencia o, incluso peor, algún grupo, colectivo o comunidad que se lancen como fieras a por cualquiera hasta por dar los buenos días.
Ponemos pesas absurdas en una balanza que está vencida de fábrica hacia un lado, hacia el lado de que hay que despreciar todo el tiempo que hemos caminado y las costumbres que con él hemos tenido negándonos en rotundo a mirar atrás.
No se resignen a eso, todos tenemos la oportunidad de ser lo que nos dé la gana sin la necesidad de que nos encasillen en nada, porque seguro que tampoco cumpliremos los cánones de esa casilla en la que nos han encerrado; los que más rechazan los prejuicios son los que más uso hacen de ellos, pero tampoco hemos de olvidar que los que hemos cedido nuestra libertad hemos sido nosotros mismos, hemos sucumbido a los prejuicios, al qué dirán y al ponernos barreras nosotros mismos.
Por ello, ahora en el tiempo en que celebramos que un solo hombre fue libre hasta morir por hacernos libres a todos, enarbolo la bandera de la libertad, la de todos, y pido la Paz y la Palabra.
Texto: Enrique Galán Gómez