Alexandra del Bene
Arquitecta, restauradora y grafitera
Divertida, todoterreno y buscavidas. La romana más sevillana que dice hablar un nuevo idioma, el ‘Espaliano’, nos abre las puertas de su corazón en un recorrido por la ciudad que viene decorando desde hace siete años. Desde los Ángeles, pasando por la Toscana y la India hasta llegar al Guadalquivir, donde dice que vino a vivir enamorada por su luz. Más de 80 murales decoran algunos de los establecimientos más simbólicos del entramado urbano hispalense. Madre de una hija sobresaliente, ha trabajado con el creador de efectos especiales más prestigioso de Hollywood, ha restaurado frescos en palacios de la Toscana, ha rehabilitado un castillo italiano con sus propias manos y ha dado clases de carpintería. Ahora pinta los grafitis más hermosos que se pueden ver en puertas como la del Rinconcillo y Dos de Mayo o la fachada de la calle Calatrava. Su sueño es realizar el cartel de las Fiestas de Primavera. El 15 de febrero espera organizar su cincuenta cumpleaños con una exposición fotográfica de toda su obra. Dice que se encuentra “más viva que nunca”. Así es Alexandra del Bene.
¿Cuál es su historia de vida?
Mi historia es muy larga. Soy de Roma capital, de la via Bravetta en la zona de Aurelia, cerca del Gianicolo. Estudié arquitectura. Antes de terminar, me voy a los Ángeles con 19 años para trabajar con el gran Carlo Rambaldi, el creador de los efectos especiales de E.T. o Alien. Era muy joven y los Ángeles me asustaba bastante, el inglés no lo dominaba muy bien. Viví dos meses en casa de unos amigos y me tuve que buscar la vida.
¿Y dónde fue a parar?
Empecé a trabajar en un estudio de arquitectura, me casé y me divorcié. Me fui a vivir a la Toscana, cerca de Siena, en una finca del conde Chigi en el centro propio del paisaje de la Crete Senesi. Allí trabajé en otro estudio de arquitectura donde reformamos casas nobiliarias.
Supongo que aquello sería apasionante…
Mucho. Por una coincidencia fortuita me pongo a restaurar frescos y yo era la chica más feliz del mundo. Empecé a estudiarme todo sobre conservación y restauración. Luego empecé a reproducir frescos y a hacer trampantojos. Posteriormente, pinté las casas y hoteles de muchas personas. Restauré un castillo de un italoamericano entero sola trabajando doce horas al día.
Y desde Italia, al Océano Índico…
Sí, me voy a la India para un proyecto restauración de arquitectura del templo Tamil Nadu. Tengo una anécdota muy curiosa allí: las mujeres no podían entrar en el templo y tuve que disfrazarme de chica para trabajar. Los indios que restauraban lo sabían y eran muy divertidos conmigo (ríe). Terminado el proyecto, empiezo de profesora de arte en el Lycée Francés Internacional de Pondycherri. Es la ex colonia francesa donde aprendí ese idioma, donde estaba viviendo. Luego empecé a dar clases de corte y confección a las mujeres y de carpintería a los hombres que aprendí cuando trabajaba de arquitecta. Después pinté los interiores de las cas que tenían allí el abogado de Louis Vuitton y el dueño de Renault.
Verdaderamente apasionante, pero ¿cómo termina su estancia en la India?
Termina de la siguiente forma. Una persona muy rica quería que le pintara la Capilla Sixtina en su casa de Chennai, eran casi 2.000 m2 de vivienda. Yo allí me jubilaba rica (ríe). Pero yo no quería vivir más en la India, es muy duro. Allí la vida no vale nada. Paseas por la calle y los coches te pitan al cruzar. Si te quitas, bien y si no, te pillan.
Y llegó su nuevo destino: Sevilla
Prácticamente, desde que me quité de Roma, pensaba donde irme de vacaciones y no por trabajo. Ahora es cuando me siento como en casa en Sevilla y en Sevilla siempre tengo la sensación de que vivo de vacaciones. Tengo una gran adaptación a todo lo que me pasa en la vida. Hay quien piensa que soy una persona muy complicada, pero soy la más fácil de este mundo. Donde voy, aprendo el idioma, intento integrarme, me adapto y pienso en que puedo trabajar. Todo lo que la vida me ha ofrecido lo he adaptado a mí.
¿Y por qué se decide por esta ciudad?
Mi hija no quería volver a Italia, quería aprender más idiomas. Pensamos en España. Conocía Madrid, Barcelona, Valencia…, pero no quería tráfico, no quería coches; quería una ciudad a la medida del hombre. Vine aquí con la intención de dar una vuelta por Andalucía y ver qué ciudad me gustaba más. Granada me encantaba porque desde que era pequeña deseaba ir a esquiar a Sierra Nevada. Pensé en Málaga y Cádiz porque había playa. Sevilla fue casi accidental. Cuando pasé por Sevilla tenía el hotel al lado de la Maestranza. Llego y dejo la maleta. Me di una vuelta por el Paseo Colón, cruzo el Puente de Triana y miré para el río. En ese momento vi a toda la gente que hacía remo. Yo hacía remo en Italia. Era mayo, la luz era preciosa y mirando a la calle Betis digo: “¡Se parece al Trastevere!”. Miro a la derecha y veo la Torre Triana, tengo la versión contemporánea del Castell Sant’Angelo. Mirando todo lo que me rodeaba, en medio del puente me dije: “¿Dónde encuentro una ciudad más hermosa que esta?”. Para mí es como Disneylandia.
Sé que le sorprendió todo lo que vio en Sevilla. ¿Cómo fue su adaptación?
Yo solo había escuchado una canción de flamenco en mi vida. Después llegó una secuencia de primeras veces en mi vida: empecé a pintar una caseta de Feria sin saber que era la Feria, no hablaba una palabra de español pero mi hija ya había aprendido algo. Le dije que me ayudara a hacer una publicidad para ponerla en las guarderías, para anunciar que yo pintaba las habitaciones de los niños, personalizaba paredes… La de la guardería me pidió que le pintara un grafiti y yo nunca había hecho uno en mi vida. Salió fantástico. Fue la en la calle González Cuadrado.
Ahí nace la Alexandra grafitera…
Sí. Empecé a escribir a todos los distritos de Sevilla presentándome como una grafitera. Enseñé lo que había hecho y el estilo italiano gustaba. Me dijeron que en la Feria había mucho que pintar. Cogí la bicicleta y llegué a un lugar desolado donde solo había hierro. Pensé que me estaban tomando el pelo. Yo no sabía que era la Feria. Un hombre me dijo que tuviera paciencia y que antes o después empezaría a pintar algo. Cada día conocía a más gente. Me decían la palabra ‘pañoleta’ y no sabía su significado, después lo descubrí.
Entonces, ¿la Feria fue su impulso artístico en Sevilla?
Se puede decir que sí. Después he pintado sillas, murales y muchas cosas. Desde entonces, he pintado en casi todas las ferias de Andalucía. He visto como se montaban todas y el día del alumbrado descubría para que servía la Feria. Después descubrí muchas tradiciones novedosas para mí. Cada día hay cosas nuevas que aprender. La Anselma, la Carbonería, he estado en clases de sevillanas, mi primer traje, ir a los toros… Me encanta todo.
¿Cómo definiría al sevillano?
Son muy abiertos, pero muy suyos también. Les gusta enseñar todo lo que tienen. Ahora me quieren llevar a acoso y derribo.
¿Y la propia ciudad?
Es una ciudad muy vivida por sus habitantes. Tiene un nivel de calidad de vida muy alto. Vivo en el centro y no el tener que usar coche para moverme es un lujo. Es una ciudad muy activa culturalmente y ‘frizzante’. Esto es un pueblo donde todo el mundo se conoce.
Y una ciudad que la ha acogido con los brazos abiertos…
Me he adaptado sobre la marcha. Lo que creo que ha ganado mi personalidad aquí es venir de forma muy humilde, con ganas de aprenderlo todo. Me he adaptado a las exigencias de la ciudad.
¿Cómo es el arte de Alexandra?
Respondo con una anécdota: el director del Museo de Arte contemporáneo de Málaga me dijo que yo no hacía arte, hacía artesanía, porque le gustaba a todo el mundo. Para mí, cuando haces obras por las calles, mi forma de concebir el trabajo, intento siempre hacer algo que encaje, que satisfaga al cliente y a la ciudad, al que pase a diario y al que vive enfrente que tiene que verlo todos los días. Imagina que pintas algo feo y tienes que aguantarlo a diario. Eso me quita de ser algo extravagante, pero al final yo soy extravagante dentro de mi sencillez. Siempre hago cosas distintas las unas de las otras. Mis grafitis gustan a todos: al niño, al abogado, al que pide por la calle… Los vecinos me escriben correos agradeciéndome el trabajo. Ya en la pintura, cuando hago un cuadro, ya sale mi creatividad y parece que tengo éxito. He vendido cuadros a los Ángeles o a Japón.
Su trabajo es único, muy especial, pero ¿la valoran como artista plástica?
Yo no me siento artista, yo decoro la ciudad. Como soy arquitecta, tengo ese concepto. Después de todo mi curriculum académico y formativo, un amigo me dijo añadiera: “Pedazo de artista” y lo he metido (rie). Mi puntura es como yo, muy adaptable. Refleja mucho lo que soy. Me gusta lo bello. Aunque parezca muy desordenada, intento tener buenos principios, ser correcta y profesional. Mis grafitis no se han hecho del día a la noche.
¿Cómo es el proceso de realización de esos grafitis?
Reproduzco a tamaño natural las plantillas de lo que después voy a pintar en el mural. Después, con el bisturí de cirujano voy dándole forma a la plantilla y pinto encima posteriormente. Son horas y horas de trabajo. Soy muy exigente, ya lo que tarde es cosa mía, quiero que cuando se termine le dé buen rollo y emoción a la gente. Me dicen muchos que le encanta verlos cada día. Algo que no cansa es un éxito.
¿Cuál ha sido el más complicado de realizar?
Yo no sé los kilómetros que me hice para hacer la puerta del bar Vizcaíno de la calle Feria. Iba para adelante y atrás en cada pincelada para controlar la perspectiva. Una locura.
Su obra está en cada paso que el transeúnte anda por las calles del centro. La definiría como la decoradora plena de la ciudad…
Decorar en italiano significa pintar, mientras que en español es más amueblar. Al final es la pintura que defina a la ciudad. Yo estoy decidiendo que estilo tiene que tener esta ciudad con mi trabajo. Pienso que estoy contribuyendo a que Sevilla sea más bonita. Por ejemplo, una empresa norteamericana ha creado un tour donde enseño mis grafitis a grupos. Es un orgullo.
Sé que tiene un proyecto muy interesante entre manos…
Sí, uno muy chulo de la plaza del Pan (sonríe). Me di cuenta que había un antiguo columnado dentro de un establecimiento que está allí. Cada columna era distinta de la otra. Mi proyecto era sacarlo fuera en el grafiti de la entrada, pero no quisieron. Aprendí que en Sevilla es mejor pedir perdón que pedir permiso, y no me ha faltado nunca trabajo desde que me grabé a fuego ese refrán.
Su historia es para escribir un libro, pero ¿qué es para la vida para usted?
Por una serie de vicisitudes empecé a moverme. Mi hija, alumna sobresaliente, tenía dudas de lo que quería estudiar, yo le dije que se tomara un año. Yo, a mi edad, aún no se lo que quiero ser de mayor. He dado la vuelta al mundo y he hecho todo tipo de trabajos. La vida es una completa evolución. En nada, cumplo 50 años y estoy encantada de vivirla, de encontrarme tan bien. Agradezco a los sevillanos que aquí he aprendido a reírme de la vida, a reírme más serenamente. Tienen alegría de vivir, eso es un tesoro.
¿Qué le pide al futuro?
Tengo tres sueños: pintar lo de la Plaza del Pan, el cartel de las fiestas de la Primavera y el de la Real Maestranza.
¿Y el de Semana Santa?
El de la Semana Santa no, lo veo demasiado íntimo para el sevillano. Le tengo demasiado respecto aunque no sea creyente. Tengo una anécdota con la Semana Santa. Cuando pinté en la calle González Cuadrado la Macarena bajo su palio en una puerta, lo hice mientras salían esos días las cofradías. Todos me paraban a corregirme cosas (ríe).
Alexandra, ¿Cuál es el color de Sevilla?
El cielo de la noche de Sevilla es lo que más me asombra. Es un color muy particular. Hubo un pintor, Kleint, que se llevó años buscando ese tipo de azul. Cuando dicen que Sevilla tiene un color especial es verdad. Es un color muy distinto al de Italia. El azul de la noche sevillana es asombroso.